L’aventura de creuar el Pacífic en veler i l’odissea de tornar a casa amb mig planeta tancat

La increïble història d’Urbano Rifaterra, Joan Miquel Nadal, Xavier Rigau i
Raimon Domènech, quatre amics tarragonins als quals la crisi del coronavirus va sorprendre enmig de l’oceà.

*Text extret del diari personal de bord d’Urbano Rifaterra, capità del ‘Miuroc-Tu’*

Después de sobrevolar Barranquilla y Cartagena de Indias, aterrizamos en el aeropuerto de Panamá, donde nos espera Felipe Chifundo, nuestro chófer con nombre de protagonista de novela andina. Tras superar cinco horas de tráfico infernal, llegamos a nuestro destino, la Marina Vistamar. Es 28 de febrero y comienza nuestra aventura: cruzar el Pacífico a bordo del velero ‘Miuroc-Tu’, de 17,7 metros de eslora.

En ese instante no podíamos imaginar que cuando completásemos nuestra exigente singladura hasta la Polinesia Francesa el mundo sería otro a causa del terrible efecto de una pandemia.

Antes de partir debemos adquirir numerosos víveres y 1.300 litros de diésel, 700 que caben en el depósito del barco y otros 600 repartidos en tanques de 25 litros. Dotarnos de todas las provisiones es un trabajo arduo. Y a eso hay que añadir que en Panamá siempre hay alguien que te está haciendo esperar, la puntualidad no es su fuerte…

Todavía en tierra, dedicamos tiempo a otro cometido que nos hace especial ilusión. Nos encaminamos al restaurante de la Marina, donde hemos reservado mesa para comer en primera línea de televisión. El objetivo: ver ganar a nuestro equipo en el derbi Madrid-Barça. Vamos saboreando los platos y siguiendo el partido cuando la poca señal del televisor lo permite. Al final, caemos derrotados 2-0. Un poco tristones, nos recluimos en el Miuroc-Tu.

A la mañana siguiente toca resolver el papeleo de salida de la tripulación y de la embarcación. No sabemos si esto será complicado, pero nos olemos que surgirán intermediarios que nos pueden complicar la vida. De camino a bordo de nuestro KIA, caigo en la cuenta: ¡Hostia! He olvidado el pasaporte en el barco. Decidimos continuar a ver qué pasa. Se quedan los chicos abajo y yo voy a la Policía para cumplimentar los trámites. Por suerte, encuentro una fotocopia de mi pasaporte y la mezclo con el resto. El oficial que me atiende se lleva todos los papeles al interior de la oficina y al cabo de diez minutos regresa con el documento oficial del ‘zarpe’. Me dice que ahora tengo que ir a que nos sellen los pasaportes. Como eso va a ser difícil, decidimos no sellar ninguno.

Resueltos los papeleos y con todas las provisiones a bordo, llega el martes 3 de marzo, el ansiado día señalado en el calendario para zarpar. Diana a las 7.00 horas. Por delante, 5.500 millas de Océano Pacífico, es decir, unos 10.000 km, a lo largo de 30 días, en 22 de los cuales solo veremos océano y más océano. Organizamos los turnos de guardia. Siempre atados y con el chaleco salvavidas puesto, vigilamos el estado de las velas, el motor, cualquier parámetro del cuadro de mandos y, sobre todo, el radar, que nos informa de si hay algún buque cercano.

El viaje comienza accidentado, con una cadena de contratiempos que afectan al generador, la potabilizadora, la vela,… No ganamos para sustos, pero lo vamos solucionando todo sobre la marcha. Ya se sabe, el crucero a vela implica estar arreglando cosas de un barco en lugares exóticos.

La emoción de cruzar a vela al hemisferio Sur

Son jornadas sin apenas viento. Aún nos queda mucho para poder alcanzar los vientos alisios que nos llevarán hasta nuestro destino, Papeete, la principal ciudad de Tahití y la capital de la Polinesia Francesa. Nos estamos acercando al paralelo 0º00º00º, el Ecuador, un cruce de una línea invisible que nos sitúa por primera vez en nuestras vidas navegando a vela por los mares del Sur.

El GPS se va aproximando inexorablemente a la línea mágica. El cava chileno se enfría en el congelador. No podemos contener la emoción… 3, 2, 1. Ya hemos pasado, estamos en el Pacífico Sur. Los ojos ya envejecidos de la tripulación brillan como los de un niño. Uno de los objetivos del viaje ha sido alcanzado, estamos en la mitad inferior del planeta Tierra. Las Galápagos nos esperan.

Después de una noche tranquila, nos acercamos a la bahía de Puerto Baquerizo. Galápagos a nuestra vista. Reiteradas llamadas al canal 16 dando parte de nuestra entrada, sin respuesta desde Capitanía. Tras 20 intentos, una voz ronca al otro lado del auricular contesta: “Recibido, esperen”. Nos indican que necesitamos un agente para el papeleo.

Justificamos nuestra parada por motivos técnicos, ya que nuestro generador pierde diésel y nos vemos obligados repararlo. Se considera un “arribo forzoso” y requiere de una burocracia mucho más sencilla a la de un “arribo normal”. Junto a Jean Carlo, nuestro agente, bajamos a tierra de una forma semi ilegal y nos conduce a una oficina donde nos recibe Carmela Romero, la titular del negocio y cacique del lugar. Nos explica que lo nuestro es una emergencia y ella por un módico precio se encarga de todo el papeleo, de proporcionarnos unos 300 litros de diésel que necesitamos para poner a tope los depósitos y de buscarnos un mecánico para que nos mire el generador. Incluso nos programa una excursión para el día siguiente.

Hora de pasar las inspecciones. Un submarinista revisa el casco bajo el agua para comprobar si traemos alguna especie invasora. Afortunadamente, estaba impoluto, pues lo habíamos limpiado justo antes de salir de Panamá. Primera prueba superada. A continuación, ligera revisión médica rutinaria con control de temperatura y garganta y respuesta a algunas preguntas rutinarias. Todos en perfecto estado.

Llega otro grupo más numeroso, protegido con mascarillas y guantes. Unas diez personas que suben al Miuroc-Tu: el inspector del Parque Natural de las Islas Galápagos, el señor policía de Capitanía con pistola incorporada, el señor policía local, la señorita de Sanidad, la de Inmigración, la secretaria de Aduanas,… Les damos los pasaportes y empiezan afanosamente a rellenar sus formularios, excepto dos de ellos, el inspector del Parque Nacional y el policía de Capitanía. El primero quiere asegurarse de que realmente afrontamos una emergencia, mientras que el segundo tiene pinta de mala leche, así que se lo asignamos a Joan Miquel para que con sus habilidades de político consumado le dé unos cuantos pases.

–  ¿Seleccionan la basura?

–  Por supuesto, señor, siempre lo hacemos.

–  ¿Dónde la colocan?

–  La bolsa negra es para basura reciclable, la blanca para material orgánico.

–  Ahí se equivocan, me temo. Los cartones de huevos no son orgánicos.

–  No lo volveremos a hacer más, tomo nota.

–  ¿Dónde está la pegatina que avisa de la prohibición de tirar desechos por la borda?

–  No disponemos, pero el capitán nos tiene aleccionados sobre las severas sanciones a quien arroje algo por la borda.

Entonces llega el momento de mayor tensión. Una pregunta cuya respuesta no admite vacilaciones. Un instante en el que Joan Miquel hace valer una “finezza” que tan soloaños de ruedas de prensa con preguntas incómodas podían perfeccionar.

–  ¿Dónde han tirado el gasoil de la sentina del generador?

–  En el recipiente idóneo para ese menester (enseñándole una garrafa semivacía que encontró a mano).

En ese momento Rigui interviene, y ante la mirada del inspector y sin pestañear, añade: “Como el gasoil sale limpio, con la garrafa lo volvemos a echar al depósito delbarco”. Al final, lo único que nos falta para alcanzar el sobresaliente en la inspección es la carencia de bayetas absorbentes de gasoil, en caso de derrame exterior. Y, para acabar de redondearlo, nuestra entrada en Ecuador legitima la ausencia de salida de Panamá en el pasaporte.

Eso sí, al día siguiente y después de que nos fumigaran el interior del barco nos comunican que nos buscan desesperadamente por el pueblo por otro motivo. Dos agentes del Parque nos reclaman 100 dólares por persona por la estancia. Después de explicarles que no era buena política la de abusar del turismo, no nos queda otro remedio que soltar los 400 dólares. Ya en el barco, levamos anclas y zarpamos con rumbo al suroeste, a la espera de esos alisios que nos deben conducir a la Polinesia Francesa.

Superamos tres días complicados, en los que la tranquilidad se alterna con viento fuerte, precipitaciones y mar cruzado. Las lluvias molestan mucho, si bien las horas que vamos navegando resultan impagables. El ambiente del grupo es muy bueno. Aflora el compañerismo y la amistad, aunque, a mediados de marzo, las noticias que nos llegan sobre la evolución de la pandemia del maldito coronavirus comienzan a preocuparnos profundamente. Desconocemos cómo podremos regresar a España, ya que Estados Unidos ha prohibido los vuelos, aunque no perdemos la confianza de que en 30 días la situación comience a mejorar. Nos sabe muy mal no poder estar al pie del cañón con los nuestros, pero la situación es la que es, no podemos girar y regresar, hemos de acabar el viaje tal y como está previsto.

Raimon, herido tras ser embestido por una ola gigante

La noche del 17 al 18 de marzo afrontamos un nuevo y serio contratiempo. Raimon estaba completando el menú, arroz con pollo, con la cocina en marcha. De repente, revienta una ola traicionera, genera una fuerte escora y media paella con su arroz, pollo y caldo se van a hacer puñetas, todo desparramado por el suelo. Saltamos con trapos y papel y lo secamos en un santiamén evitando que el regusto a gallináceo se sumerja en la sentina del barco. Cambiamos a otra olla con paredes más altas para evitar derrames.

Ya más tranquilos y con la cuchara de madera en ristre como espada de caballero, Raimon remueve los ingredientes cuando, de repente, un monstruo en forma de masa de agua enloquecida nos golpea de nuevo con fuerza inusitada. En ese preciso instante Raimon, su tizona y la santísima trinidad dan un giro inesperado y vuelan retorciéndose en el aire hasta caer apoyado en su hombro contra el firme asiento de madera del Miuroc-Tu.

Brouuuum! Silencio absoluto en la cabina durante un microsegundo. La hostia ha sido inmensa y todos nos tememos lo peor. Raimon en el suelo boca abajo quejándose, nosotros a su alrededor atendiéndole sin prisas, dejando que pasara la primera oleada de dolor. Las exploraciones iniciales no indican la existencia de sangre ni de ninguna rotura aparente, pero los gritos que Raimon profiere y sus recuerdos a los Santos Apóstoles nada bueno auguran. Poco a poco, estirándolo de los pies, lo sacamos de debajo de la mesa de cartas donde se ha incrustado.

Paulatinamente, se va relajando y su cara pasa de un blanco Mitterrand a un rosadito panameño. Botiquines prestos, dictamen primero y Nolotil a continuación para calmar el dolor, y al cabo de un rato Voltadol para la inflamación. Nuestro querido Rigui, experto en dislocaciones del hombro propio (se lo ha dislocado tres veces), opina que hay que recolocarlo, que se ha salido de la cazueletilla que lo protege. En realidad, días más tarde confirmaremos que se ha fracturado la cabeza del húmero.

Fin de semana del 21-22 de marzo. Hemos bajado la velocidad, ya que no interesa llegar demasiado pronto a las islas Marquesas, nuestra siguiente escala, a causa de la cuarentena provocada por el coronavirus. Las incertidumbres se acrecientan. El lunes 23 nos confirman que debemos ir directos a Papeete y, una vez allí, mantenernos confinados en el barco hasta que dispongamos de un vuelo. El aeropuerto permanecerá cerrado, en principio, hasta el 24 de abril.

Población confinada en las islas Marquesas

Después de cruzar el Pacífico a vela parece que no podremos ver las hermosas Marquesas ni durante unas horas, ni los atolones de Tuamotu. Han aparecido algunos

casos de Covid-19 y, como en Europa, las autoridades están confinando a la población. Afortunadamente, en el último momento, recibimos permiso para realizar una rápida parada técnica en Nuku Hiva, donde Raimon podrá ser examinado del hombro en el hospital. Podremos pisar las Marquesas, cerrar el cruce del Océano Pacífico y descansar, aunque sea sin salir del barco, por lo menos unos dias. Tenemos contacto diario con nuestros familiares en España, pero aun así se nos hace difícil entender el verdadero alcance de esta gigantesca crisis sanitaria.

Por fin, arribamos a Nuku Hiva, capital del archipiélago de las islas Marquesas, que deben su nombre a la esposa del Marqués de Mendaña, virrey de Perú. En tierra nos esperan una ambulancia y un coche de policía para directamente trasladar a Raimon al hospital. Tras confirmar el diagnóstico e inmovilizarle la extremidad, le recomiendan que se opere en España o que deje que la fractura se suelde de manera natural.

El sábado 4 de abril nos ratifican que tenemos autorización para ir a Papeete. Dos días después, abandonamos la bahía de Nuku Hiva dirección al archipiélago de las Tuamotu. Ponemos rumbo a Tahití. Todos estamos cansados y con ganas de llegar a Papeete para situarnos y encontrar el medio más rápido de volver a casa.

El coronavirus lo ha trastocado todo. Aun así decidimos hacer parada en el Atolón Fakarava, una maravilla de plácidas aguas que ofrece todas las gamas de azules. La decisión es controvertida. Los más oficialistas no quieren parar, ya que la orden expresa que hemos recibido de las autoridades es la de ir directamente a Papeete, y la desobediencia nos podría acarrear algún problema. Por otro lado, pasar al lado de una maravilla de tal calibre y al menos no mirarla por la cerradura de la puerta también parece una animalada.

Al final, optamos por detenernos con la excusa, si algún gendarme nos requería, de que Raimon está herido y necesita descansar unas horas para soportar tan larga travesía. Nos deleitamos en el paraíso, solos, en medio de colores turquesa y arena blanca salpicada por multitud de palmeras despeinadas, algún grupo de tiburones curiosos y un paisaje de ensueño.

Aeropuertos cerrados, vuelo de regreso a casa cancelado

Hora de retomar el rumbo hacia Papeete, a donde tenemos previsto llegar el 12 de abril, la Pascua Florida. Allí también hemos de escoger el lugar donde el Miuroc-Tu habrá de pasar los siguientes dos meses. Está declarado el estado de cuarentena. Nuestro avión de regreso se ha cancelado. El plan original era volver el 16 cubriendo el trayecto de Papeete a París haciendo escala en Los Ángeles. En estos momentos estamos indefensos, sin vuelo de retorno y sin marina.

Un avión fletado por Francia para completar un vuelo de repatriación aparece como nuestra salvación, aunque tememos quedarnos sin asiento. Estados Unidos, para complicarlo todavía más, ha cerrado su espacio aéreo. Una opción podría ser realizar escala en alguna colonia francesa del Caribe. Aparte de ello, necesitamos encontrar una conexión París-Barcelona. Al final, por seguridad y ante la imposibilidad de hallar un enlace directo, apostamos por comprar un vuelo París-Londres-Barcelona. No paramos de darle vueltas a la situación y al hecho de que estamos expuestos a un sinfín de incertidumbres.

Continúa la tensa espera en Papeete, donde hay registrados unos 50 casos de coronavirus y está decretado el toque de queda. Por fin, ya con nuestros billetes confirmados, llega el día de nuestro vuelo, al parecer el último programado para sacar a todos los turistas de la Polinesia Francesa. No queremos correr ningún riesgo. Nos presentamos en el aeropuerto cinco horas antes. Vamos con mascarillas, no muy fiables la verdad, y guantes. Los precios están desbocados.

Para nuestra sorpresa, el avión no va lleno. Estamos anchos y cómodos. Y realizamos de una tirada el viaje hasta París, prácticamente 17 horas, todo un récord mundial para un vuelo comercial. A nuestra llegada a la capital francesa, nos encontramos la impactante y fantasmagórica imagen del aeropuerto absolutamente vacío.

La aeronave con la que viajamos hasta Londres presenta una situación parecida, con solo seis pasajeros a bordo, cuatro de los cuales somos nosotros. Paradójicamente, en tierras británicas nos encontramos un ambiente mucho menos estricto en cuanto a las medidas preventivas. Todo el mundo va sin mascarillas y no se guardan distancias de seguridad. Por fin, embarcamos y logramos aterrizar en Barcelona. Qué alivio. Las emociones se disparan. Ya estamos en casa y con nuestras familias. Atrás quedan dos meses de aventura, en los que hemos cruzado en velero el Atlántico y el Pacífico, toda una odisea que, sin embargo, se queda corta cuando la comparas con la angustia provocada por la pandemia del coronavirus.

* El joven y valiente equipo de sexagenarios que está cumpliendo su sueño de dar la vuelta al mundo por etapas y en un velero está formado por:

– Urbano Rifaterra Espallargas. En el barco es el capitán, en la vida diaria arquitecto, empresario del sector inmobiliario/ hotelero y patrono de la Fundación Gresol.

– Xavier Rigau Mas. Encargado de que las velas estén bien dispuestas y de hacer que el barco navegue en condiciones. Ingeniero químico y Empresario del sector químico.

– Joan Miquel Nadal. Se ocupa de la mecánica y mantenimiento del barco. Abogado de profesión, ha sido durante 18 años alcalde de Tarragona.

– Raimon Domènech Suñer. Se encarga de la cocina en el barco, el avituallamiento y de contar historias, es Abogado y Bróker de cereales.

 

Texto adaptado y redactado por Carlos Martínez, periodista